Murakami me inspiró para escribir este cuento, aquí lo tenéis.
Los vecinos de la pared de al lado
Era viernes por la mañana y los vecinos de al lado no me facilitaban el trabajo. Estaba intentando terminar de pintar un cuadro. Las paredes eran tan finas que podrías pensar que lo que nos separaba era un folio blanco en vez de ladrillos y mortero. Desayunábamos juntos y veíamos la tele también juntos por las tardes, pero en distintas casas. Me enteraba de todo. Hoy que era viernes, tenían más alegría aquellos dos críos, la tele se oía más alto y las risas también. Esto era algo típico del último día de la semana, la última mañana donde tendrían que escuchar “Bébete el Cola Cao que llegamos tarde” o “Hugo, te has lavado los dientes?” de su madre mientras intentaba tirar del mundo entero ella sola, mañana llegaría la calma.
Los sábados se escucha mucho menos movimiento en la casa de los vecinos de al lado, se percibe todo con más calma y más tranquilidad. Los dibujitos los ven en el nivel 20 de volumen en vez de en el nivel 50, bajan las escaleras de una en una en vez de saltarlas de tres en tres y la madre no chilla los sábados. Reina la tranquilidad en el otro lado de la pared. Pero hoy que era viernes, yo intentaba terminar de pintar. Necesito silencio para poder sumergirme en el mundo de la pintura y poder hacer que el pincel deslice lento pero firmemente sobre mi lienzo. Cada sonido que creo al usar mis utensilios de pintura, para mi es renovador. Me sana y me lleva a ese estado mental donde siento que floto y fluyo sin que nada me frene.
La puerta se cerró de un portazo, miré el reloj y ya eran las ocho y media, cada día transcurría de la misma forma, se iban ya al colegio. Eso significaba que tendría hasta la hora de comer para poder pintar sin los vecinos de la casa de al lado. Me salía una sonrisa, inspiré mientras daba un paso hacia atrás para contemplar mi trabajo y ver por dónde seguir.
Ya que me había quedado solo decidí tomármelo con más calma y prepararme un café. Preparar café para mí era casi un ritual, iba descalzo hasta la cocina sintiendo las lisas tablas de madera en mis pies calientes, abría la puerta que crujía brevemente hasta inundar el pasillo, donde me encontraba, de luz mañanera que entraba por el tragaluz. Esto normalmente me sacaba una gran sonrisa que me hacía cerrar los ojos, inspirar y luego, adentrar hacia la máquina de café para poder realmente disfrutar del momento. Yo era de la vieja usanza y molía los granos a mano con mi molinillo, ese sonido para mis oídos se podía comparar a una de las mejores orquestas sinfónicas. Luego llegaba el olor al salir a presión por la máquina de espresso hasta caer en la taza.
Eran ya pasadas las nueve, se ve que le pareció buena hora al perro de los vecinos de al lado para despertarse. Se llamaba Bruno y llevaba toda la vida viviendo con la familia desde antes de nacer los críos y ya no es un perro juguetón. Más bien es un perro perezoso que prefiere dormir sin que le molesten.
Se habían ido los niños al colegio y la madre a trabajar y por los ladridos que emitía me dio la impresión de no hacerle hoy mucha gracia estar solo. Me bebí lo que me quedaba de café de un sorbo y dejé la taza en el suelo mientras me imaginaba al perro que era tan grande como tres perros pequeños puestos juntos al otro lado de la pared. Tuve que intentar tranquilizarme a través de mis respiraciones lentas y profundas porque los ladridos de Bruno no es que se pudiesen omitir. Me entraban por los oídos y me hacían retumbar el cerebro mientras yo seguía inspirando para intentar mantener la calma. “Todo está bien” me repetía.
Al cabo de un rato dejó de ladrar, la falta de atención le aburriría, cosa que a mi me venía bien para poder seguir pintando este cuadro, se acercaba la fecha de entrega y sentía cómo se escapaban los días mientras yo solo pensaba en los ruidos que me rodeaban. Pude, tras mucho esfuerzo, volver a bañarme en mi mar de tranquilidad, flotaba en la superficie sin esfuerzos. Lo que se traducía en dejar fluir mi pincel por el lienzo, a pesar de estar pintando con tanta facilidad y acercándome a acabar el retrato, al salir de mi estado de limbo vi que la realidad del cuadro era otra. Estaba pintando tan libremente y sin filtros que estaba reflejando demasiadas verdades. Empecé a ponerme nervioso y a repetirme que todo estaba bien. Así me lo había enseñado mi psiquiatra cuando me dieron el alta y yo juré emplear las herramientas que me había enseñado cuando me sentiría nervioso.
Eran las doce y empezaron a sonar martillos y taladros, con mi pulso acelerado y el corazón saliéndose del pecho me acerqué a la ventana y vi como abajo levantaban las baldosas de la calle. No podía ser, ¿había estado tan distraído pintando mi cuadro que había omitido el terrible ruido? O quizás habían vuelto los obreros de un descanso. ¿Cuánto tiempo iban a estar levantando baldosas? Oía mi respiración agitada mezclado con los taladros y como se comunicaban los obreros a chillidos junto con el alboroto de la calle. Me ponía cada vez más nervioso, lo oía cada vez más alto y mis trazos con el pincel eran cada vez más firmes y más gruesos. Había dejado de utilizar colores de tono pastel para pasar al negro junto al rojo. “Todo está bien”, “Todo está bien”, “Todo está bien”. Por mucho que lo intentase, mi voz interior no podía seguir haciéndose el fuerte, empezaba a pensar que no estaba preparado para aquel volante del alta que me habían dado y las herramientas de mi psiquiatra no estaban siendo suficientes.
Pintaba y pintaba y pintaba, ya no estaba en un mar de calma sino que estaba envuelto dentro de un huracán. Sentía como si me golpease un viento fuerte que en realidad eran mis pensamientos. Cada vez había más voces atentas a más ruidos que hablaban cada vez más altos. No podía más. Iba a explotar.
Miré el reloj y el tic tac de la manecilla de los segundos me ponía cada vez más nervioso, iban a volver los vecinos de al lado y no me iba a dar tiempo de acabar el retrato. La fecha de entrega estaba a una semana vista, había escuchado a través de la pared de papel que se avecinaba el cumpleaños de la madre de los críos de la casa de al lado. No sabía cómo se llamaba ni cuántos años cumplía. Pero sí había escuchado las conversaciones telefónicas con sus amigas de lo sola y triste que estaba. Había fallecido su marido años atrás cuando los críos aún eran muy pequeños y vivía en un constante lunes a viernes frenético.
Yo intentaba pintarle un retrato para regalarle el día de su cumpleaños pero las voces me habían llevado por un mal camino, habían revelado demasiada verdad. Me había pintado con demasiado detalle como le escuchaba y le observaba a través de un pequeño agujero en la pared de papel a todas horas diciéndoles a las voces que se callasen.
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