Aquí me di cuenta de que el pueblo no solo son menos casas en un sitio más alejado, sino que viven en una realidad distinta a la de todos nosotros. El monte y la tierra les da todo lo que necesitan, lo cuidan y lo aman, creo que ahora yo también.
El aire huele puro, inspiras y se te llenan los pulmones de aquel olor que tiene el aire de la montaña. Se parece al agua, todos dicen que no sabe a nada pero hay algunos aguas que son veneno. El aire de la ciudad se parece más bien a un agua de grifo malo que deshidrata más que hidrata. El aire de la montaña te limpia cada vez que inspiras. El agua que baja también sabe diferente, yo siempre que bebo del grifo en mi casa en el centro del núcleo de la ciudad, me quejo. Siempre digo que voy a ir al pueblo a llenar garrafas para no tener que beber más este agua de ciudad, pero nunca lo hago. A veces me pregunto qué hago aún viviendo como una hormiga en medio del hormiguero de esta ciudad tan inmensa, por qué no me voy a vivir al pueblo si tanto me gusta? Yo tampoco lo sé todavía, por eso sigo aquí en la jungla de hormigón.
Me asomo a la ventana que tiene el color de chocolate con leche derretido y la abro. Siempre me fijo en la verja de la huerta de Paco, un verano caluroso participé en pintarla de verde color césped bien regado. El huerto de Paco es precioso. Tiene toda una colección de flores de todos los colores y al final de la huerta, escondido entre sus obras de arte tiene un pequeño banco de madera donde se sienta a contemplar. No sé qué contemplará, pero se le ve cara de intenso y perdido cuando lo hace. Quizás recuerde a sus ovejas y los paseos que daban por el monte años atrás. Quizás piense en sus flores y en cuáles tiene que cortar de un tijeretazo, Paco siempre decía que las flores eran como las mujeres y que a las feas había que cortarlas. Quizás no piense en mucho, sólo en que es la hora de comer y en nuestra casa, la yaya está en la cocina terminando de preparar el pisto. Yo sólo conocía la salsa pesto que se come con los macarrones antes de conocer a la yaya, pero gracias a las visitas al pueblo he descubierto la maravilla que puede salir de mezclar calabacín, pimientos, patata y huevo.
La yaya no hace el pisto como pone Google, por eso lo llamo “el pisto de la yaya”. Me enseñó la receta y como prepararlo, necesitas una sartén muy grande y mucha paciencia pero al final siempre merece la pena. Los platos de pisto me recuerdan en concreto a un día de verano que salimos el tato, el churri y yo al monte con nuestro queridísimo Ford fiesta del 96, lo llamábamos El Forete. En este día de verano del que os hablo, llegamos un poco más tarde a casa, pasado la hora de comer, y la yaya no estaba muy contenta con nosotros pero nos sirvió a cada uno un buen plato de pisto con todo el cariño del mundo. Nos sentamos con ella en la cocina en el sofá y comimos mientras ella veía uno de sus programas de televisión en la tele de tubo plateada.
Los días transcurren de manera distinta en el pueblo, sobre todo en verano. Las siestas después de comer saben distinto y sienten más necesarias. En este pueblo de quince personas no hay supermercado ni hay centro de salud. Hay un bar y lo de la Milagros y no es que haya mucha variedad tampoco. Las regalices están siempre duras y solo solíamos subir porque la abuela nos mandaba a por pan, todo lo demás los subía la mamá de la ciudad. Pero en el pueblo descubrí gracias al megáfono de una furgoneta blanca, que venían los de los melones una vez a la semana a vender fruta pueblo por pueblo, desorientada me desperté preguntándome qué estaba ocurriendo para ver cómo la abuela le compraba sandía al señor de la furgoneta MB100. En aquel momento mi cerebro no comprendía bien qué estaba ocurriendo, me pareció hasta surrealista. Poco a poco me he ido acostumbrando a las diferencias entre vivir en una ciudad y en un pueblo.
Y tengo la suerte de volver a subir pronto. Pero esta vez será de nuevo, una primera vez.