174. El supermercado de mi barrio.
Una oda a todos aquellos sitios que nos forman y nos hacen pertenecer.
El supermercado de mi barrio es mucho más que un lugar donde comprar patatas, yogures y leche. El Covirán de mi pueblo era mucho más que un sitio donde ir los domingos a comprar el sirope de arce que nos faltaba para las tortitas del desayuno. Lo de la Maricarmen era mucho más que una tiendecita debajo de su casa donde comprar fideos y tomate frito cuando pasabas las vacaciones de verano en el pueblo. El quiosco de la Pili era mucho más que un lugar donde comprar chuches por las tardes de adolescente. La panadería de mi barrio (ou devrais-je dire boulangerie?) es mucho más que un sitio donde comprar la baguette de masa madre para acompañar las alubias que como cuando echo de menos mi país.
Todos estos sitios son parte de mi historia, de mi vida y de mi persona. Los dueños de estos locales me han acompañado en momentos clave de mi vida, muchos sin saberlo. Cada uno de estos lugares quedó forjado en un momento del pasado, y puedo recordar a la persona que fui cuando frecuentaba cada uno de ellos.
Recuerdo ser adolescente y entrar al Covirán con mi madre un domingo, porque era el único súper que abría, con el pelo bañado en agua oxigenada para ser más rubia. Iba en chándal, con el pelo literalmente chorreando, porque mi madre no me dejaba hacerme las mechas californianas que todas las chicas guapas y guays tenían. El Covirán no era muy grande; de hecho, el Ruiz Galán de enfrente era un supermercado más grande (que no amplio) y barato, pero el Covirán tenía cosas británicas, a cambio de un buen sablazo, y supongo que mi madre se sentía más en casa allí que en el Ruiz Galán, cuyo nombre ni siquiera sabía pronunciar.
Recuerdo ir al Lemon Café por las tardes a buscar a mis padres, que estaban allí con amigos bebiendo vino, en busca de un billete de diez euros para cenar un kebab con mis amigos. Muchas veces tenía suerte y me daban uno de veinte, pero ahora entiendo que no dependía de la suerte, sino de la cantidad de copas ingeridas. El Lemon café era mi segunda casa; sacad vuestras propias conclusiones. Por las mañanas, Juan, que era un hombre muy español, con un bigote gris muy frondoso, me ponía un mollete con tomate y aceite y un café con leche en vaso de tubo. A la hora del almuerzo, me servía una sopa de fideos con pollo, garbanzos y zanahoria, o un plato de paella mixta. En el Lemon Café descubrí mucho de la cocina de abuela española. Mientras mi familia pedía molletes, lo que ellos llamaban sándwiches, para comer a las dos de la tarde, yo pedía el menú del día.
Recuerdo ir al quiosco de la Pili desde que empecé a socializar con españoles a los diez años hasta que fui a la universidad con dieciocho. De pequeña, siempre compraba chuches, y era una de esas niñas que se tomaba su tiempo para elegir cada gomita de la gran selección que había. “Dame una fresita, un regaliz, dos meones, un plátano, tres chicles de melón, dos sandías con azúcar, ¿cuánto llevo?”, “60 céntimos”, “Vale, ponme también regalices de los azules hasta un euro, porfa”. No es que me apasionara elegir las chuches a dedo, sino que aprendí a hacerlo así por el resto de mis amigos. Lo mismo que adquirí el español andaluz, adquirí las formas de actuar. Nos turnábamos y a cada uno nos llevaba cinco minutos (mínimo) elegir las chuches que nos compraríamos con nuestra moneda de un euro y nos comeríamos en el banquito del parque. Cuando me hice más mayor, perdí interés por las chuches y me aficioné a las bolsitas de Doritos de chili picante. Aun así, de vez en cuando me apetecía algo dulce, y aprendí que la Pili siempre había tenido bolsitas de un euro preparadas en una cestita; solo había que pedirlas. Lo curioso es que nunca intentaba vendernos la bolsita para aligerar el proceso, y nunca se quejaba ni perdía la paciencia con mi grupo de amigos, ni con los otros trescientos niños que pedíamos llenar nuestra bolsita chuche.a.chuche.
La Pili me ha visto crecer, aunque dudo que se acuerde de mí a día de hoy. Juan me servía zumo de naranja sin yo pedírselo cuando me veía moqueando en invierno. El dueño del Covirán me vio robar una tableta de chocolate Crunch con trece años por las cámaras de seguridad y nunca me llamó la atención. También me vio atravesar tres desamores comprando Bollicaos, napolitanas y, de más mayor, alcohol para sanar mi corazón roto. La Maricarmen me ha visto en las fiestas del pueblo como “la chica de Jesús” y, años más tarde, me ha visto mudarme al pueblo como “la pareja de Jesús”. También me ha regalado kilos (o como diría ella, “cuatro hojas”) de kale, mi crucífera favorita, cuando éramos vecinas y me ha vendido chuches de su tiendecita algún que otro viernes para film night en casa.
Todos estos recuerdos han vuelto a mi mente tras reflexionar sobre el supermercado de mi barrio. Digo barrio porque me evoca un sentimiento de pertenencia y de amparo, pero ya no vivo en un barrio ni en España. Vivo en el campo francés y, por decir, no vivo ni en una aldea. Vivo en una casa en medio de una finca, en medio del campo, es decir: en medio de la nada. Pero el supermercado que nos corresponde, que está a siete minutos en coche, es mi segunda casa aquí en Francia (esto lo digo de forma muy literal). Conozco a todas las dependientas y a todos los dependientes que trabajan allí. Sé ubicar cualquier cosa en los pasillos y en las estanterías al milímetro; sé cuándo falta alguien y sé cuándo alguien viene con resaca. Tengo memorizado cuánto cuestan los aguacates al kilo para saber cuándo han bajado los precios. Todo esto lo sé porque voy a este supermercado cinco veces a la semana.
Voy a comprar leche para mi café, mi rooibos favorito, un paquete de doce yogures griegos, pain au chocolat et amandes, baguette tradition cuando la boulangerie está cerrada, a mandar los paquetes de Dimanche Objects, a imprimir etiquetas de envío y guiones del podcast. Pero, sobre todo, voy a ver a las personas que me hacen sentir que mis raíces conviven aquí con las suyas. A sentir que esta es mi casa, mi lugar, mi cobijo. Voy a que me pregunten qué tal estoy y a poder hablar en español chapurreado con una de las chicas más jóvenes que trabaja allí. Voy a saludar al señor portugués que siente que somos sus paisanos en este lugar tan lejos de casa. Voy a ver a la carnicera ligar con la dependienta que se encarga de preparar los pedidos que se entregan a domicilio. Voy a sentir que existo en este mundo y que hay personas que me reconocen y sonríen al darme los buenos días, por quinta vez esta semana.
Es imposible saber si estas personas me recordarán cuando la vida me lleve hacia otro sitio. Lo mismo que no sé si la Pili se acuerda de mí, ni Juan, ni el dueño del Covirán. Tampoco creo que el dueño del asador de pollos, Rafael, se acuerde de mí y de las veces que me salvó la comida después de llegar de la universidad sin tiempo para cocinar nada antes de irme a trabajar. Lo más seguro es que no, pero no importa porque yo sí me acuerdo de ellos, y estas personas forman parte de mi historia y de mi vida.
En un mundo que se vuelve cada vez más digital y solitario, sigo pensando que esforzarte en formar parte del barrio y saludar al panadero, cajero, pastelero, pescadero, barrendero y frutero es lo que nos hace echar raíces y sentir que pertenecemos al lugar que hemos decidido llamar hogar.
Cosas que no son textos en Substack:
MAIL CLUB by Sofía Ostoic. Se podría decir, de hecho, se puede decir que estoy trabajando junto a Sofía en su proyecto llamado Mail Club como creative writer y solo puedo decir que:
1. Es un proyecto precioso e increíble.
2. Todo está hecho con mucho amor y atención al detalle.
2. Lo que siento al trabajar con Sofía es total bliss.
3. Es un sueño hecho realidad haber podido escribir esto.
Os animo a todas a ir a suscribiros a Mail Club para recibir una postal, una hoja de pegatinas y unos freebies extra diseñados por Sofía + una hoja con un pequeño ensayo 🥹
Si no rescato el tiempo parece que intento borrarlo. Film documental de Iris Casilari. Me he quedado hipnotizada viendo el video y escuchándole leer su texto. También ha subido un vlog que me ha encantado. Also!!!! Muy en sync con este pomelo: su video documental sobre los hogares se construyen (un documental sobre una casa. ¿mi casa?)
pagesbymaria en YouTube y en Tiktok y en Instagram es una de mis personas favoritas y os recomiendo este último vídeo suyo sobre sus propósitos de lectura del 2025
Textos en Substack:
La semana pasada recomendé este post: mis raíces están en google maps de
, pero lo tengo que recomendar de nuevo esta semana porque este texto en parte es gracias a ella. No tiene nada que ver el hogar con los supermercados, pero tiene mucho que ver. Me he dado un paseo muy largo por google maps mirando el Coviran, el Lemón Café, mi antiguo instituto, las casas de mis amigos, mi antigua casa, el quiosco de la Pili, y creo que esta semana he estado pensando tanto en esto gracias al texto de Teresa que, de verdad, me hizo sentir muchas cosas.Estoy emocionada y quiero contároslo escrito por mí para
lo radicalmente opuesto al abandono escrito por
(hoy he usado la palabra “amparo” y es gracias a este texto de Carlota)Todo es un timo escrito por
(me tomé un café después de leer este texto)Soup season de
(la lasaña es una de mis cosas favoritas y pensar que la sopa de lasaña es algo que me pueda comer me hace muy feliz)all I want to do is cry and write written by
Birth written by
totalmente, esos supuestos desconocidos viven más en nuestra retina que gente con la que compartimos sangre, tejen nuestra vida 🤍
he tardado en poder leerlo por falta de tiempo, pero me ha gustado tanto-tanto-tanto🤍