Fuera está lloviendo y nos hemos calado caminando por un pueblo oscuro, frío y vacío. Dora está helada y está sentada a mi derecha sonándose los mocos mientras bebe a sorbitos una infusión de miel de ajo, jengibre y limón. Le envolví en una manta gorda marrón y le di un jersey de punto calentito para ayudarle a entrar en calor y no volver a casa resfriada.
A mi izquierda está C haciendo la comida en la cocina, dice que no quiere ayuda porque lo sacamos de su flow, no nos quejamos, claro. Está haciendo pizza con las sobras del pollo asado de ayer, la masa también la hizo él. La pizza va a estar en el centro para compartir, de plato principal hay arroz a la cubana con cebolla y ajo caramelizado. Buenísimo. Me gustaría poder decir que me recuerda a la infancia, pero en mi casa británica este plato no era un básico.
Dora llegó el jueves y se va el lunes, pero siento que lleva toda la vida viviendo con nosotros. Ella es de Córdoba y cada vez que habla o me dice “ay mi niña” mi corazón, que se encuentra lejos de casa, recupera su tono verde y blanco. Color Andalucía.
Aprendí a hablar español en un pueblo de pocos habitantes en el sur de la península. A mí me enseñaron que “sí” se decía “ji” y que “claro” se pronunciaba como “aro”. Mis oídos están lejos de las personas que le enseñaron a mi boca hablar este idioma tan materno, lleno de pasión. Desde hace siete años, mis cuerdas vocales y mi lengua están re-aprendiendo día a día de mi novio riojano. Los “ado” finales de las palabras ya no las pronuncio como “áo” sino como “au”, y me siento orgullosa de mi flexibilidad, pero extraño mi esencia.
Cuando hablo con Dora, hablo con acento andaluz y hablo chillando. C habla susurrando y en casa yo soy la que habla pasada de decibelios, pero con Dora aquí siento que hay otra persona que es como yo. Me siento en conexión con mi niña interior que se pasaba las mañanas antes de entrar a clase y los recreos hablando con Juan el conserje. Era un hombre alto, de pueblo, con el pelo muy negro y un bigote muy negro también. Yo le parecía un alien en ese colegio y el a mí otro, pero al final le consideré mi amigo. Me alegraba cuando las cocineras del comedor le daban a Juan el pan duro para sus perros.
Estos días he sentido que estando con alguien de Andalucía, me siento más yo y eso me hace sentir más grande. Siento que ocupo más espacio en la habitación, que mi voz fluye de mi boca con confianza y seguridad. No dudo y si dudo, conozco bien las muletillas sobre las que apoyarme mientras encuentro las palabras adecuadas.
La semana pasada hablando con Marina, que es de Málaga, me emocioné porque me dijo que el Aquarius después de entrenar entraba que no veas. Más concretamente dijo “ehké entrah ké novéah” y sentí como mi corazón se encogía y engordaba a la vez. Cuántos años sin escuchar esa expresión. Cuántos años sin usarla y tenerla a mano para los momentos idóneos. Cuánto tiempo he pasado lejos de donde me crié.
Este texto nació porque este fin de semana he sentido que mi amiga es mi familia y ser yo misma a su lado ha sido muy fácil. Me he sentido agradecida por su presencia, su tiempo y su cariño. Me he sentido feliz por poder hablar doce horas al día sin descanso y afianzar nuestra amistad, contando anécdotas graciosas de nuestras familias hasta compartir lágrimas por exteriorizar cosas más íntimas. Pero he acabado escribiendo sobre Andalucía y ese lado de mí que se me olvida que existe.
Dora siente como estar en casa. Su acento me hace tanto bien como el sol de Cádiz el 22 de junio al salir por la puerta del colegio, preparada para las vacaciones de verano. Sus expresiones toscas, tan comunes en el sur, me sientan como un abrazo en vez de como un escalofrío. Sus gestos al hablar me recuerdan a cuando mi tutora, la María José, que me decía “otrah ké mehó baila” y yo creía que me piropeaba, como hablaba con tanta alegría y tanta vida hasta para insultar.
No sé si volveré a vivir pronto en Andalucía. Ahora mismo no está entre mis planes ni lo veo como una posibilidad, pero gracias a Dora me he dado cuenta de que no me hace falta vivir allí para sentir que estoy en casa. Lo llevo todo dentro en mi mochila, tanto como para bien como para mal, y cuando lo necesite lo puedo sacar.
O llamarle por teléfono y recibir un chute de sol y calor para que mi oído no se olvide de donde viene.